Shaikai

domingo, noviembre 12, 2006

Es interesante notar lo distinta que se ve la gente cuando uno se quita el traje de prevenciones. En particular debo decir que lo tenía muy denso. Aun hoy día pienso en el "qué diran" y en el "qué tal qué", pero es distinto.

Me resultaba natural encontrar en los demás a mis censores, mis jueces. Era frecuente para mí preguntarme si me había equivocado, si había dicho o hecho algo mal, algo que pudiera ser de mal gusto o impropio. Y ese temor me resultaba profundamente incómodo. Podría decir, sin temor a exagerar, que vivía paralizado por el constante temor de enojar a los demás. Difícil sería explicarme cómo fue posible llegar a ese punto, porque está claro que tuve que llegar a ese punto.

Pero tuve oportunidad de cambiar progresivamente ese tipo de actitudes. Fui comprendiendo que también podía parecer un censor para otros. Aún más trascendente fue aprender la importancia de visibilizar claramente mis enojos e insatisfacciones y hacerlos reconocer públicamente; de otra manera resultaba siendo un saco de boxeo para los que, por etapas o permanentemente, sólo podían quejarse. Y así fui sobrepasando el imperio de esas inquietudes, salir a flote y encontrarme sobre la superficie, ya no más por debajo del resto de la humanidad. Una vez allí, incluso un poco más arriba, como flotando, me resultaba medianamente fácil observar a los demás y notar que muchas personas a quienes creía mis legítimos jueces (en el fondo, sí, aun sin admitirlo) estaban en circunstancias análogas a las mías. Y ya no era necesario que lo hicieran patente, que lo expresaran mediante rosarios de disculpas innecesarias.

El mismo tipo de ascenso, de hecho, diría que el mismo ascenso a la superficie del mundo, se me presentó en cuanto a otro aspecto. Suponer que uno tiene que estar disculpándose permanentemente supone que además está considerándose inferior. Sí: suponía que muchos de mis problemas y conflictos eran una suerte de inferioridad que debía producir vergüenza, pues a fin de cuentas los demás, los jueces, estaban en condición de juzgarlas. Pero a medida que afrontaba esos demonios y estos iban perdiendo su fuerza, ese peso que perdía me permitía ascender a la superficie e incluso elevarme lo suficiente como para examinar a mis antiguos censores (o a todos los que podían serlo potencialmente) y notar que en realidad no estaba tan solo. En realidad también se hallaban avergonzados y angustiados, pero su papel de jueces les permitía aparentar la normalidad necesaria para mantener la angustia a raya; y ésta sólo salía en situaciones controladas: en presencia del trago o ante un personaje que renunciaba a su papel de juez (en cuanto a mí, casi siempre, si no siempre, lo hice: más de uno se me acercó y se atrevió a mostrarme sus heridas).

Yo no fui de los que eligió jugar a la ficción. Desde muy temprano había estado adquiriendo una considerable conciencia de mis propias debilidades, un sentido de sinceridad y una particularidad que en conjunto me prevenían de involucrarme en el juego, y a su vez de la normalidad. El raro, el sujeto atípico, el que no estaba en el ejército de la gente normal que tiene diversiones normales, preocupaciones normales y ocupaciones normales. Alguna vez me dijeron que debía cambiar, que era muy extraño. Y tenían razón en que debía cambiar, pero no para hacer parte del ejército de los normales, que después del ascenso a la superficie se me hacía indeseablemente languideciente. A la larga resultaba mejor ser un desgraciado consciente de su desgracia y conscientemente insatisfecho con ella, que un desgraciado sin querer saberlo. Cuando menos podré decir en mi lecho de muerte que lo intenté mil veces y jamás quise rendirme. Ahora se me hace imperioso hacer lo posible por desmovilizar al ejército de los normales, porque es una urgencia espiritual del mundo. Algunos, lejos de ello, perfeccionan su papel de jueces. Es un crimen contra la humanidad. Completamente. Los verdugos lo son especialmente de sí mismos.

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