Shaikai

domingo, mayo 14, 2006

Dalai Lama

12 de mayo de 2006. Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Eran menos de las siete de la mañana para cuando llegué al frente del campus, faltando hora y media para que comenzara la conferencia del Dalai Lama en el campo de fútbol, pero ya se podían ver marejadas de gente entrando a hacer las dos enormes filas, una de mujeres y otra de hombres, ya constituidas. Por lo visto, la mayoría de estas personas tenían, como yo, la sensación de que este era un evento que no debía perderse y que era preciso estar tan cerca del protagonista como fuera posible. Desafortunadamente para mí y para él, Javier no tenía la disposición a madrugar necesaria para cumplir esos deseos. Ya siendo como las 7:11 lo llamé, ya por segunda vez, y le dije que me buscara en la fila. Pasaron 39 minutos más antes de que apareciera y la fila ya llegaba al edificio de Filosofía, muy hacia arriba; desde donde estaba, mirando al norte, se podía contemplar el campo de fútbol. La habían instalado un enorme toldo en sentido sur-norte y dos tarimas, una para el Dalai Lama, en el extremo sur, y otra al lado oriental de la misma, llena de sillas, supongo que para ubicar a invitados especiales y a la prensa. No hacía demasiado frío, o quizás no había cómo pensar en esas cosas.

El Sr. Guillot llegó con un amigo del colegio llamado Fidel y con una amiga que, como el primero, estudia en la Javeriana. Mientras ellos iban a dejar sus cosas en un casillero charlamos un poco, a medida que la fila avanzaba. Cada vez más rápido, por fortuna, al punto que un poco más allá de las 8:30 conseguimos ingresar al lugar destinado. Estábamos casi en el extremo norte, y miles de personas, la mayoría de los asistentes, entre la tarima principal y nosotros. Mauricio Roa, el director del Centro Yamantaka y que por bendición he tenido la oportunidad de conocer, se hallaba no mucho después en la tarima para dirigir una meditación colectiva, aun a pesar de que el espacio apenas bastaba para sentarse. Pero era posible, y al menos la lluvia no nos iba a interrumpir (porque sí llovió en todo caso). Con su característico don para estas cosas, logró conducirnos a la disposición necesaria: sentados tan cómodamente como fuera posible, relajados, con los ojos entreabiertos (o cerrados si sentíamos que las impresiones visuales nos desconcentraban mucho). Pasaría luego un rato y nos concentraríamos en la respiración, en el preciso momento en que el aire pasa por las fosas nasales, y alejaríamos otro tipo de objetos mentales gentilmente de nuestro foco de atención. Más adelante la atención se centraría en la mera espiración, la sola espiración. Y más adelante el corazón, el movimiento del corazón (casi imperceptible). Y luego nos dispondríamos a invitar con la mente a todos los que conocemos, queridos, no tan queridos, molestos e incluso a los enemigos. Y ofreceríamos los méritos generados durante la meditación a todos. Ideal esta descripción, pero precisamente ese era el objetivo. No sé qué efecto tuvo en los demás, ni qué tan bien la ejecutaron; en cuanto a mí respecta, no habría sido lo mismo sin ese ejercicio.

Había un sofá color crema en la tarima, unas cuantas sillas, una mesita de sala y muchas plantas alrededor. Atrás se podía ver un telón con bandas de unos dos o tres colores muy suaves. Mauricio no se retiraba ni dejaba de sostener la expectativa: "el Dalai Lama está por llegar", "el Dalai Lama ya llegó", "está subiendo la escalera", "ya está aquí". Y entonces llegó el momento de su retirada. En el escenario aparecían el rector de la Javeriana, un hombre de traje que haría de intérprete, un monje acompañante (cuyo nombre es Tinley, según creí haber escuchado varias veces después) y, por supuesto, Su Santidad (es cierto, así se le dice). El ánimo de la gente cambió entonces, se podía sentir como la expectación subía. Yo estaba nervioso, peor aún porque Javier se ponía a preguntarme cómo iba a reaccionar. Pero a decir, verdad, fue una especie de alivio lo que sentí, como cierto alivio muy placentero. Ahora Su Santidad estaba allí junto con sus acompañantes, de pie, mientras imponía al rector una banda de tela. Los aplausos resonaron de inmediato.

Enseguida tomaron todos asiento y el rector leyó unas palabras de recibimiento, mientras el intérprete se encargaba de traducirlas al Dalai Lama, que en actitud atenta se había inclinado para escuchar mejor. Concluidas las breves palabras, volvieron los aplausos. Y fue el turno de Su Santidad para agradecer la amabilidad de quien así lo recibía, así como nuestra presencia. Su charla comenzaba, en un inglés marcadamente acentuado que me costaba entender; el traductor, admito, me fue de gran ayuda. Mientras éste cumplía con su tarea por primera vez, Tenzin Gyatso dirigía sus ojos a la multitud con cara afable, a veces hasta sonriendo. Mientras, uno que otro levantaba por ahí la mano en señal de saludo, y él respondía a la vez que aumentaba su sonrisa, casi al punto de carcajear. El ruido de la gente se incrementaba, y luego más manos se levantaban. Un vínculo empático de increíble magnitud se había generado de un modo que para una situación como esta nunca había visto. Y Javier, a mi lado derecho, aumentaba esa sensación; él, que no puede de conmocionarse fácilmente incluso en situaciones que no perturban a la mayoría de la gente, ahora sí que no cabía en sí mismo. La misma emotividad que usualmente no tenía un gran efecto sobre mí resultaba ahora aumentaba mi propia conmoción.

Lo que no nos desconcentró demasiado; al fin y al cabo estábamos ahí para oírlo. Lo que no quiere decir que las manos no hayan dejado de levantarse por aquí o por allá, incluso en un par de ocasiones una bandera del Tibet, no muy lejos de nosotros dos. La charla estaba dirigida a un público conformado principalmente por académicos, la mayoría jóvenes. Por eso el Dalai Lama se concentró en afirmar que el conocimiento, no importa que tan beneficioso sea para el bienestar de la humanidad, no es garantía de felicidad por sí mismo; incluso, puede ser muy destructivo si es puesto al servicio de intenciones malvadas. Como muestra el caso del 9/11. Está claro que esa no fue una acción simplemente alocada o producto de un frenesí; si analizamos todo lo que fue necesario disponer y toda la inteligencia requerida para darle término, nos damos cuenta de que fue largamente planeada por la facultad intelectiva humana. En algún grado, los autores intelectuales tenían que saber el poder destructivo que se puede lograr chocando un avión contra un edificio, así como la capacidad disuasora de efectuar el ataque con un artefacto de uso civil (por ende libre de sospechas). Notemos, pues, que esto puede pasar en un mundo de notable opulencia material.

Así pues, es necesario algo más. No se trata de rechazar el conocimiento humano; a fin de cuentas no se puede negar todo el beneficio que ha reportado y el potencial que tiene para brindar aún más. Pero es preciso enfocar la atención a las cualidades mentales de cada individuo, pues es en la mente donde ocurre todo cuanto tiene importancia para la vida feliz. Es, pues, el refuerzo de ciertas cualidades mentales lo que define si una persona es feliz o no. ¿Pero cuáles son esas cualidades? Podemos remitirlas a lo que el Dalai Lama denomina "calidez del corazón" [warm-heartedness en inglés; Javier no está de acuerdo con esta traducción, pero eso es harina de otro costal; antes de entrar a ese tema vale la pena dejar constancia del término originalmente usado]. ¿Qué es eso? Se trata de una actitud abierta hacia los demás, hacia procurar su felicidad, ayudarles, servirles, ser gentiles con ellos. Se ha dicho que tal tipo de actitud no reporta ningún beneficio a quien la adopta, pero eso es un gran error. De hecho, tal disposición se refleja empáticamente y, así, cuanto más acentuada sea más fácil es que ésta encuentre amigos y respaldo emocional. Al contrario, quien adopta la actitud contraria hacia los demás terminará sintiendo el temor de que los demás actúen del mismo modo, con lo que sentirá sospechas siempre y en todo lugar, dejándose a sí mismo sin nadie en quién apoyarse [una nota extra: el caso me recuerda a Stalin; llegó a desconfiar inclusive de sus más cercanos generales y colaboradores; es difícil imaginar cómo terminó sus días]. Por otra parte, la calidez de corazón actúa como una especie de "sistema inmune"; cuanto más se refuerce esta disposición, más fuerte es uno contra los embates de la vida (las tragedias, fracasos, conflictos); incluso disfruta de una mejor salud y una mayor resistencia a las enfermedades y al dolor físico. Pues al fin y al cabo menos tiende uno a reaccionar con tensión, ira o estrés cuando tales problemas llegan.

Un ejemplo: Su Santidad se hallaba un día afectado por una enfermedad intestinal físicamente muy dolorosa. Fue llevado entonces a un hospital en Bihar (India) para tratarlo. En el camino vio gente muy pobre y enferma; especialmente le llamó la atención un hombre viejo de barba y bigotes poblados que visiblemente se encontraba muy enfermo pero estaba completamente solo, sin nadie que lo ayudara. A pesar del intenso dolor, los pensamientos del Dalai Lama se hallaban concentrados en la situación tan penosa de ese hombre. Sería interesante notar cuánto mejoraría la utilidad de los modernos aparatos médicos si los doctores y el personal de enfermería trataran con mayor amabilidad y gentileza a sus pacientes, en vez de tratarlos como si fueran material de estudio (a tal punto que a veces, aseveraba también Su Santidad, uno sospechaba que estaba sirviendo como conejillo de indias para un experimento científico). En resumidas cuentas, es considerable el efecto que tienen las cualidades de la mente sobre la capacidad de un individuo para afrontar los problemas de salud.
Esto es apenas un escueto resumen de las palabras que el Dalai Lama pronunció ante nosotros. Pero quisiera invitar a otras personas a escribir, especialmente sobre aquello que más los impactó, aquello que más profundamente caló en sus corazones.
Bueno; volviendo al cuento, seguía la sección de preguntas. En el formulario de inscripción se había dispuesto un campo opcional para escribir una pregunta dirigida al Dalai Lama. Después de unos cuantos interrogantes así recolectados, respondidos con brevedad, llegó la hora de partir. El hombre del hábito rojo y amarillo se despidió con un sencillo "Thank you!" y se dispuso a retirarse. La hora de retirarnos también nos llegaba a nosotros, pero con tiempo, porque éramos miles y se hacía preciso tener paciencia a no ser que se formaran tumultos a la salida. Y así fue la visita del Dalai Lama a la comunidad académica del país. No muchos después él se reuniría con la prensa y después partiría, cerrando así su gira por Latinoamérica. Falta ver que lo que aparenta ser un final, el final de un capítulo bastante interesante en la vida pública de Colombia, es apenas el principio. Esto tiene sentido si tiene algún efecto, por pequeño que sea, en favor de nosotros mismos, si nos pone más cerca de estar dispuestos a la paz y a ver lo absurdo de recurrir en general a la agresión para solucionar cualquier tipo de problemas. Usted me entiende, J., que está tan preocupado por estas cosas, y usted también. Más teniendo en cuenta la conciencia que por experiencia hemos desarrollado algunos de que hacer algo al respecto no es nada fácil, pero es indispensable.