Shaikai

domingo, junio 25, 2006

El viernes, en un seminario de ética contemporánea que estoy tomando en mi carrera de Filosofía, hablábamos del perdón. Jacques Derrida, filósofo francés, defendía en una entrevista para el periódico francés Le Monde que el perdón puro es por su propia naturaleza un acto "imposible". El perdón puro no debe ser confundido con la amnistía, la indulgencia, etc.; en general con ningún acto típico del escenario político, ni siquiera con lo moral. Digamos que un presidente o primer ministro alemán hubiera "pedido perdón" públicamente por el holocausto; eso sería un acto diplomático, pero no perdón puro. El peticionario tiene que ser el ejecutor mismo del crimen, y debe ponerse en cierto modo, además voluntariamente, por debajo de la víctima, "humillarse", para que el acto de perdonar sea posible. Además, sólo la víctima puede otorgarlo; y a veces ésta ha sido llevada a la muerte por el crimen, una dificultad adicional. De tal modo que si se da, el perdón resultaría un hecho extra-ordinario, completamente fuera de lo común. (La visión cristiana del mundo contempla que el perdón puede ser concedido por otro, no necesariamente por la víctima. Derrida dice que esta concepción ha pasado al terreno político y se ha convertido en práctica general; pero se opone. En una concepción judía del mundo, sólo la víctima puede conceder el perdón; así que si ha muerto, el victimario está irremisiblemente condenado.)

Simon Wiesenthal, judío, nos presenta su propia experiencia en los campos de exterminio en un libro llamado Los límites del perdón. Él pide que no le exijan perdonar; no cree que los victimarios deban pagar el mismo precio, pero considera que su experiencia en los campos alemanes lo traspasa tanto que sin su rencor dejaría de ser él mismo. Precisamente, Derrida, según la profesora, reclama que toda víctima tiene derecho a negar el perdón, así como puede concederlo; su decisión, sea cual sea, no puede ser objeto de evaluación moral. Por eso en concreto nadie podría reprocharle a Wiesenthal que no perdone, ni a una mujer sudafricana que perdió a su marido por la represión del Apartheid, ni a un joven palestino cuya familia se ha visto reducida a la máxima miseria a causa de la violencia estatal en Israel. Etcétera, etcétera.

Al respecto, me causó inquietud el que el perdón, según lo dicho, no deba ser objeto de evaluación moral. Derrida o Wiesenthal podrían alegar que el no perdonar no debe ser objeto de reprobación, ¿pero acaso el perdonar no podría ser objeto de aprobación moral? La profe decía que sí, pero lo consideraríamos como un acto extra-ordinario, fuera de lo común, una enorme prueba de humanidad. No dije más, pero aún tenía ganas. La sesión me convenció de que, en casos del tipo considerado, ninguna institución social y nadie en general tiene por qué exigir a la víctima que perdone a su victimario. Entonces, si el victimario decide corregirse, tiene que asumir esa consecuencia y buscar consuelo de una manera distinta a la concesión de perdón puro. Sin embargo, lo que no debería ser visto como un hecho moral sí podría ser visto como un asunto ético.

¿Qué razón le quedaría a una víctima para perdonar? Que el rencor es, en todo caso, un sufrimiento; no tan fuerte como el que padeció bajo su victimario, pero cuando menos incesante. En lo personal me siento identificado con algunos odios, pero doy un paso atrás y examino lo incómido que es vivir así; quisiera, en verdad, no ser eso. Cuando me planteo a mí mismo la cuestión de perdonar o no, la pregunta es legítima; estoy bajo mi propio arbitrio, pero tengo razones para plantearme la pregunta. El mismo Wiesenthal da muestras de plantearse esa cuestión, al menos en la parte que leímos de su libro para el seminario. Si acaso el auténtico perdón, una auténtica suspensión del rencor contra el victimario, es posible, abrirá campo a una mayor libertad de la víctima frente al sufrimiento y nuevas posibilidades de solidaridad se abrirán. Hay un caso muy ilustrativo: Un joven pandillero negro sudafricano que, durante la violencia previa la reconciliación en su país, asesinó a una mujer blanca que había identificado como una de sus enemigas; pero ellá nada tenía que ver porque no era racista y apenas acababa de llegar al país (era estadounidense). Sus padres se sentaron frente a frente con el asesino de su hija durante el proceso de reconciliación; hoy día viven juntos en Sudáfrica y hasta salen con frecuencia a pasear. Nos maravillamos, pero de gozo, ante situaciones como éstas; es una esperanza que sean posibles.

De tal modo que el asunto del perdón no será moral, pero ético sí: toda la vida. No es cosa de exigencia, de evaluación moral; pero sí es una cuestión de qué hacer, de cómo he de vivir. Lo cual permite a cualquier maestro espiritual auténtico recomendar el perdón e instarlo siempre. Claro está, debe reconocerse que muchas veces el peso del dolor infringido obstaculiza la posibilidad de desarmar el rencor; todos los caminos espirituales deben brindar herramientas para allanar el camino si pretenden defender el perdón. Pero el punto es que el maestro puede decir: "perdona". Y puede hacerlo legítimamente. Porque ya no es una cuestión de las exigencias que puedan cargársele a las personas como seres que viven en comunidad (ahí entramos a la moral), sino una cuestión de lo necesario para vivir una vida mejor, una mejor que ésta (la presente), una llena de solidez y fortaleza para enfrentar un mundo difícil.